viernes, febrero 24, 2012

Dos ficciones sin moraleja

Pseudo Dionisio Areopagita reflexionó que si el nombre nos parece apropiado, es necesariamente engañoso, y que mientras más distancia haya entre lo que creemos que el nombre representa y aquello que efectivamente nombra, mayor es su exactitud y su verdad. El Dios de los Salmos es un hombre recio que despierta con resaca. Ese símbolo es infinitamente más cercano a Su divina naturaleza que los cotidianos rayos solares, el mundanal ciclo de las estaciones, los esporádicos relámpagos o los oscuros manantiales con los que se entretuvo por milenios la imaginación de los paganos. La Letra (que es el Verbo) enseña que toda Cercanía se engendra en la Distancia. Y en la Letra se inscriben los Nombres, que habitan (desbordan) la cercanía de lo incomprensible.

Funes, el personaje de Borges, pretendió imponer a la serie de los números naturales una análoga arbitrariedad nominativa:
«En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve.» 
Más tarde intentó hacer lo mismo con las cosas del mundo, pero advirtió que el lenguaje resultaba insuficiente para nombrar cada detalle de cada uno de sus infalibles recuerdos, y desechó el proyecto.

ADDENDA:
«La relación entre las palabras y las cosas es simple a primera vista, pero resulta algo desconcertante para una mirada más atenta; se ha probado, por ejemplo, que hay más números reales que nombres posibles para ellos: ningún lenguaje puede contener nombres para todos los números reales, aunque sea factible construir en él una lista infinita de nombres.» 
(Thomas Moro Simpson, Formas lógicas, realidad y significado. Eudeba, Buenos Aires, 1975)

Funes, evidentemente, no necesitaba perderse en la abstracción de los laberintos cantorianos para sentir de primera mano el vértigo inabarcable de los números reales. Por supuesto, Borges lo sabía muy bien; en el cuento sólo aparecen nombres de números naturales.