domingo, abril 22, 2007

Uroboros (post de no-ficción)

El tipo acaba de mudarse a un departamento nuevo. Aprovecha los días que no llueve para hacer un poco de limpieza y poner en orden sus cosas. El tipo conoce poco la ciudad, por lo que decide hacer las compras en el supermercado más completo que encuentra. A la salida, cargado como está, se le hace impracticable acometer a pie el relativamente extenso camino de regreso.
Se las arregla para llegar hasta la parada de taxis, abordar el primero de la fila, e indicar la dirección al conductor. En el camino, como era de prever, la charla discurre sobre el clima y las inopinadas incomodidades que suele éste infligir a los mortales. Y eso sin contar las verdaderas tragedias que llega a desencadenar sobre nuestros destinos. El calentamiento global y demás mitos de última hora son rápidamente descartados por el taxista; cuya excelente memoria evoca cierta dilatada lluvia de su juventud. Lluvia que dio en coincidir casi exactamente con la duración del viaje a Italia de su padre --mes, mes y medio, póngale usted...-- y que terminó por arruinar por completo la cosecha de su hermano. "Lluvias de ésas hubo siempre. Pasa que vienen cada tanto. La gente se olvida y después anda armando escándalo."
El tipo se queda con las ganas de preguntar qué cosechaba el hermano. Pero ya están llegando y él está demasiado ocupado buscando cambio para pagar justo y asegurándose de no dejar el paraguas olvidado en el asiento. Antes de bajar atina a coincidir con su interlocutor en que, a pesar de todo, ya es hora de que el tiempo se deje de joder y empiece a comportarse como Dios manda. Que al fin y al cabo ya estamos en otoño y no vendrían mal unos días más frescos y sin tanta humedad...

El tipo extraña a su familia. Trabaja demasiado y no tiene amigos. El tipo es distraído hasta la criminalidad, y confía a las regularidades externas la tediosa responsabilidad de mantenerlo dentro de los límites de la realidad o la cordura. Rompe innumerables veces su definitivo propósito de dejar de fumar. Encuentra y vuelve a perder el tenue equilibrio entre fe y desesperanza que hace que al fin se vaya a dormir sin otra compañía que su estúpida sonrisa.

Un día como cualquier otro, agobiado bajo el peso de las compras y la amenaza de la inminente tormenta, el tipo se encamina a la parada de taxis. Toma el primero y, una vez dentro, consigna lenta y prolijamente su dirección. Con prolijidad de mantra recién aprendido, piensa. Como cuando era chico, y recitaba cuidadosamente su número de documento, horrorizado de equivocarse y terminar siendo otro por culpa de una cifra fuera de lugar. Para distraerse de tan intrascendentes cavilaciones, o quizá por se le ocurre que es lo correcto, se dispone a "hacer conversación". Por desgracia, su poca experiencia en ese medio de transporte (unida a su completa ignorancia en materia deportiva) hacen que sólo le venga a la mente el tópico del clima. Área que, afortunada o inevitablemente, el taxista domina a la perfección. Para demostrarlo --como si hiciera falta-- se apresura a adelantar su opinión de que el presente estado de cosas poco o nada tiene que ver con la tala indiscriminada o el deterioro de la capa de ozono. Nadie mejor que él para afirmarlo. Justamente él, que en su juventud aguardó bajo ininterrumpido chaparrón el regreso de su padre desde Italia. Él, que sufrió como propia la cosecha arruinada de su hermano. Él mismo, que siempre llevó y seguirá llevando tranquilamente a sus pasajeros a destino, impermeable a calendarios y teorías.

El tipo baja del taxi, comprueba que no olvidó el paraguas, y sigue con su vida.
O eso intenta creer.