martes, agosto 19, 2008

El humo y los bosques

A veces, al llegar al final de un libro, parece que ya no hubiera necesidad de leer ningún otro; el cosmos entero está ahí, al mismo tiempo afuera y adentro del que lee, en ese prodigio tóxico de tinta y celulosa. Y ese milagro, esa maldición, está también hecho de olvido. Nuestra desesperación, nuestra apatía, chocará en nuevas lecturas con la misma opaca evidencia meridiana que hoy nos sale al paso.

Me pasó, entre los que creo recordar, con Bartleby, con Moby Dick, con El señor de las moscas, con El corazón de las tinieblas, con Hojas de hierba, con El Amante (hace semanas) y con El entenado, de Saer, hace unas pocas horas.

A veces, al llegar al final de un libro, la vida ya está vivida. Los pecados han sido todos cometidos; las maravillas nítidamente enumeradas; los límites, trazados y vueltos a desdibujar.

Comenzamos, otra vez por vez primera, nuestra precaria infancia milenaria.