jueves, noviembre 30, 2006

Moscas de fuego (con instrucciones)

Afuera ya tan de noche que hasta parece un mundo en paz. Es el campo el que se mueve, mientras uno persiste firme y pacientemente acomodado en su butaca.
También afuera --acaso en otra galaxia-- las luciérnagas juegan a defender hasta la muerte su intermitencia sutil y descarada. Ahí es cuando a uno le entra hambre de infancia; y es cuando uno se da cuenta de cuánto falta aún para llegar.
Es una nostalgia un poco tonta, es cierto; pero ya no se puede evitar querer ser (y de alguna manera ser) ese cazador de cinco años, sucio, cansado e inmortal (que acaso nunca fuimos). Respirar ese aire limpio de bajezas y pasado, atravesar fronteras que todavía elegimos desconocer; ser el oscuro y furtivo emperador entre las luces.
Ponerlas en un frasco de vidrio con agujeritos en la tapa y después, como si fuera la cosa más natural del mundo, apoyar el frasco en la mesita de luz y desafiarlas, o aceptar su desafío, de ver quién se apaga primero.

La piedra en el zapato

Hace ya bastante tiepo, Nietzche escribía algo así como: "no me molesta que me hayas mentido lo que lamento es que ya no podré creer en tí". Hace un poco menos, yo lo leía y reflexionaba: "bah, qué novedad!". Al parecer no había necesitado del aigo Federico para comprender esa mecánica tan fundamental. Lo curioso es que ni entonces ni ahora me es posible escapar del mal sabor de boca que dejan para siempre las mentiras descubiertas.
El infierno del cínico es ser demasiado débil para creer el engaño. O demasiado perezoso para salir a buscar patrañas nuevas que valgan la pena y el esfuerzo de la fe.