lunes, octubre 27, 2008

El personaje-psicópata y el director-psicópata (Tragedia, Épica y Nostalgia)

El psicópata liso y llano, por ponerlo de alguna manera, no es un buen personaje. El psicópata "puro" como personaje es una especie de máquina aislada cuya función sería introducir el sufrimiento y el caos entre los personajes. Pero eso es lo que toda la vida se llamó "autor"; y en el autor, la eficiencia viene siendo lo menos interesante (cfr. más adelante). Pero la eficiencia es lo que define al psicópata como personaje (o cuasi-personaje). Para hacer de él un auténtico personaje (es decir, interesante, dramáticamente valioso) hay que agregarle "algo más" --que equivale aquí, a "quitarle algo" de lo que lo define como psicópata--. Hay que hacer de él otra cosa además de un psicópata "a secas". Dexter es un buen ejemplo de esto. A medida que avanza la historia, resulta que el protagonista es más parecido a los espectadores de lo que en un principio estábamos dispuestos a admitir. De hecho, toda la narrativa se basa en construir esa identificación con el protagonista por parte de la audiencia (cosa que, evidentemente, sería imposible si se tratara de un "auténtico psicópata"). Otro recurso sería conservarlo en su total incomunicabilidad, en la irreductible opacidad de sus acciones, pero presentarlas desde un punto de vista "externo", "estético", mostrarnos su "obra" como objeto prodigioso y hasta admirable (es el caso del Hannibal Lecter de El silencio de los Inocentes, y probablemente del protagonista de El Perfume). A Hannibal se le elogia la originalidad, la precisión, la creatividad -- todo sobre un fondo de infalibilidad divinamente maquínica que es parte de su misma definición como (cuasi)-personaje psicópata--. Y aquí es donde entran en escena directores como Michael Haneke (y por ejemplo, "nuestra" Lucrecia Martel). En Funny Games, Haneke hace un uso narrativo del personaje del psicópata que es justamente el de instaurarlo como instrumento, como artefacto de tortura, pero esta vez apuntado al público. En rigor, no se trata solamente de ese personaje específicamente, sino de toda una disposición dramático-narrativa que, de hecho, puede construirse prescindiendo del psicópata-personaje. Es lo que los estadounidenses --siempre tan primitivos o tan pacatos-- intentan hacer con películas como Saw, o Hostel (o inclusive Hannibal, cuyo planteo es completamente diferente del de El silencio de los Inocentes). Es lo que Haneke lleva a cabo, pero "como se debe"; es decir, de la manera más efectiva y eficiente posible, gambeteando estúpidos excesos sanguinarios y desplegando su refinadísimo tacto de torturador ilustrado. Domina recursos narrativos equiparables a los de los grandes directores; y en ello, no podemos dejar de admirarlo.
Mi objeción es que no va más allá de ese dominio. Nos impone perfectos mecanismos de relojería (auténticas naranjas mecánicas) destinados a llevar a cabo impecablemente su tarea. Como todo un psicópata exquisito, elige infaliblemente los medios más ajustados a sus fines. En ello, repetimos, no podemos menos que aplaudirlo. Pero resulta que queremos que el artista sea "algo más" que un irreprochable arquitecto de artefactos eficientes. Y así, tenemos que el maestro del engaño acaba por revelar sus cartas inevitablemente (y desde el principio) sus cartas. Porque cuando vemos la máquina, y vemos el fin --y esto es lo que le veníamos aplaudiendo-- sentimos la tendencia a no seguirle más el juego. Y es que ya no es un juego, el autor ya está asimilado a la máquina, o al psicópata (a lo absolutamente otro como límite de la perfecta incomunicación e incomunicabilidad).
Esta especie de exceso relativo de técnica termina por vaciar la obra; o, desde otro punto de vista, revela por fin el vacío que estaba ahí desde siempre. Se podría argumentar que ésa y no otra es la intención del director, pero esto nos llevaría de vuelta a la objeción anterior: solamente quedaría congratularlo por una tarea eficientemente realizada. Otra vez en el vacío, ese vacío que, al menos en mi opinión, no es lo (único) que el arte (como tal) puede y debe revelar.
Al respecto, me gustaría referirme a lo que podríamos llamar cierta inversión de los términos del acontecimiento dramático. Ya no contemplamos (como en las tragedias griegas) el sufrimiento de los personajes para compadecernos de ellos, y purgarnos así de esa indigna pulsión. Sucede ahora todo lo contrario: cuando vemos una película de Haneke asistimos a nuestra propia tortura. En otro sentido (o en el mismo) ya no nos ponemos en el punto de vista del sádico, sino del masoquista; hoy somos nosotros los que anhelamos compasión (actitud ésta infinitamente más repugnante que el deseo de "prodigarse").
Todo lo anterior puede que sea extremadamente interesante para una mirada "técnica", "conceptual", "meta-narrativa" o cualquier otra degeneración por el estilo; pero, si hemos de intentar ser valientes (es decir, sinceros), debemos reconocer que todo esto importa un innegable y enfermizo mal gusto.
Y cuidado que no estoy diciendo: "no miren Caché(Escondido) o Funny Games" (las dos películas de Haneke que recuerdo haber visto, y donde se ve claramente, al menos para mí, este procedimiento del que hablo). Y no lo digo, en primer lugar, porque no es mi interés legislar sobre los hábitos cinematográficos de nadie; y en un segundo y más importante lugar, porque, mal que nos pese, este cine es nuestro cine (parte de nuestro destino). Si no podemos evitar mirar estas películas, imponernos estas películas, es porque nos sabemos --también-- del lado de los victimarios. Somos cultores entusiastas de los limpios y eficientes instrumentos de tortura. Nos sentimos ineludiblemente obligados (y tentados) a rendirnos voluntariamente a ellos al menos durante un par de (interminables) horas. Y todo el proceso está manchado de la nostalgia de que nos es negado incluso el fugaz placer de ser víctimas de un auténtico sádico (aquí: auténtico=humano). Nos entregamos ritualmente y sin mayores ceremonias a una máquina perfecta cuya única función es hacernos sentir como lo que ya sabemos que somos: víctimas automáticas de un sadismo automático. ¿Llegaremos a entender algún día la infinita perversidad de tan refinado procedimiento?
Por último, me parece que en los directores de los que Haneke cosechó su infalible arsenal técnico sí existe ese "algo más" que los hace genuinamente interesantes. Tomemos a Tarkovski, por ejemplo (la excusa está en Funny Games, donde se hace referencia a Solaris). Yo no estoy seguro de que Tarkovski supiera siempre exactamente qué estaba haciendo en sus películas; en esa sincera incertidumbre --o incierta sinceridad-- se esconde, en mi opinión, el auténtico genio artístico. Si hay un valor propio del arte, está en esa duda, en esa inadecuación, en ese caos desbordante. En resumen, si ese valor existe, se llama coraje, y es otra de esas prodigiosas desmesuras de las que a nuestra época no parece quedarle más que la nostalgia.