Funes, el personaje de Borges, pretendió imponer a la serie de los números naturales una análoga arbitrariedad nominativa:
«En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve.»Más tarde intentó hacer lo mismo con las cosas del mundo, pero advirtió que el lenguaje resultaba insuficiente para nombrar cada detalle de cada uno de sus infalibles recuerdos, y desechó el proyecto.
ADDENDA:
«La relación entre las palabras y las cosas es simple a primera vista, pero resulta algo desconcertante para una mirada más atenta; se ha probado, por ejemplo, que hay más números reales que nombres posibles para ellos: ningún lenguaje puede contener nombres para todos los números reales, aunque sea factible construir en él una lista infinita de nombres.»
(Thomas Moro Simpson, Formas lógicas, realidad y significado. Eudeba, Buenos Aires, 1975)
Funes, evidentemente, no necesitaba perderse en la abstracción de los laberintos cantorianos para sentir de primera mano el vértigo inabarcable de los números reales. Por supuesto, Borges lo sabía muy bien; en el cuento sólo aparecen nombres de números naturales.
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