Mandinga tiembla. No niega que el negocio marcha mejor que nunca, pero ha aprendido a desconfiar de cualquier éxito desmesurado. Lo angustia imaginar el día en que innumerables, inocentes, alegres llamas redentoras terminen por devorar la carne de todos y cada uno de los pelotudos que enturbian la superficie del planeta.
Pobre Viejo, le tocó el lado equivocado de la broma más cruel: nadie se molestó en informarle que los boludos son incombustibles.
Ignora que Su Imperio es absoluto y tiene el tamaño exacto de la eternidad.
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