viernes, agosto 02, 2013

Martirologio

Cualquier boludo es doctor. Peor, cualquier boludo es hijo de doctor. Todos los días alguien se recibe de Joven Promesa de la Literatura Contemporánea (qué importa que le tome unos cuarenta añitos).
Como le decía, cualquier imbécil publica su novelita. Y si es de 'Letras', ya tendrá un par de reseñas aseguradas y el comienzo de una 'carrera': su sólido futuro de horas pagadas por el estado y algún que otro taller de 'escritura creativa' para completar el ingreso (porque el mecenazgo familiar tiene la mala costumbre de decaer hasta límites intolerables y el tipo, que al fin y al cabo es un intelectual, no tiene la culpa de tener un estómago delicado). No dejará de cumplir con su deber, con su importante labor social y humanitaria, no dejará de preocuparse por los Grandes Problemas de la Humanidad. Con algo de práctica, logrará dedicarse a vivir atormentado (entre vinito y vinito, claro está). Tendrá las mesas redondas, los congresos, la respetable consideración de alguno de esos 'círculos' en los que es fácil hacerse un nombre a fuerza de no levantar la perdiz (siempre que uno sepa cobrar favores).
Con el tiempo, estará muerto, y los críticos por fin tendrán acceso a lo que se llama una 'obra'.

Después, también tenés algunas personas que se dedican a vivir.

En resumen, tenés gente que vale la pena. No publican. No se indignan. No se resignan. No se hacen ilusiones. Los catálogos ignoran sus nombres y sus amigos no los envidian tanto como debieran. Ellos, tranquilos (o a las apuradas, según el día), preparan otro mate (otro café). Comprenden que la posteridad nunca rescató a nadie. Sospechan -sin demasiada convicción- que los sacerdotes jamás conocerán brindis sinceros. Aunque, llegado el caso, la verdad es que prefieren pensar en otras cosas.

Esos son los tipos que es indispensable leer.

1 comentario:

Valentin Ibarra - (acertijo) dijo...

(Otro inédito del closet).
Su mujer le pidió que cocinara esa noche, ella estaba agotada.
El tipo que abrió la heladera y la alacena se encontró que había un poquito de todo, nada en particular hacía la diferencia, salvo que mezclara todo finamente aromatizado.
Una tortilla pensó y eso que no tenía mucha experiencia en el asunto. Tomó coraje y untó el sartén con algo y fue salteando cada ingrediente por separado – a cada paso que parecía resolver con éxito lo celebraba con un trago de vino; siempre prefirió “ese vino que pudiera pagar”, pero de un tiempo a esta parte decía a viva voz que le gustaba el “Sirah”, nunca sabremos de donde vino el vino… Y pensó cuando emplató esa cosa rara con sabores mezclados, que quizá vivir sea mas o menos eso.